lunes, 17 de diciembre de 2007

EL ESPACIO

Sofía acaba de tomar asiento cuando se da cuenta de que le falta algo. Se levanta como un rayo y baja corriendo del tren. Sale apresuradamente de la estación y mira a un lado y otro en busca de un taxi, pero no se ve ninguno; la ciudad está desierta. Extrañada, consulta el reloj. Son las 11 de la noche. Al entrar de nuevo en la estación, se cruza con una pareja. Les oye comentar, malhumorados, que hay huelga de taxis. Sofía suspira con fastidio y saca el teléfono móvil. Marca un número y espera. Al cabo de un instante, cuelga con gesto enfadado. No hay cobertura. Sale de nuevo y se dirige hacia la parada de autobús. La noche está extrañamente silenciosa, sólo se escucha el sonido de sus tacones sobre la acera. Lleva ya un rato caminando cuando, de repente, se le rompe un tacón y da un traspiés. Irritada, lanza una maldición y se agacha para quitarse el zapato. Se masajea el tobillo y se quita también el otro zapato. Camina ahora descalza sobre la acera, con paso vacilante, y ligeramente de puntillas. A lo lejos ve una luz, es el panel iluminado de la parada de autobús. Sonríe aliviada. Ya está llegando. Se esfuerza por imprimir un ritmo más rápido a sus pies, pero un dolor sordo en el tobillo la hace desistir de su intento. Se detiene un instante y contempla con gesto cansado sus pies. Tiene las medias totalmente destrozadas y ve asomar algunos de sus dedos a través de ellas. Consigue a duras penas dominar el llanto que la asalta de imprevisto y, haciendo un último esfuerzo, recorre los escasos cincuenta metros que la separan de la parada. En cuanto llega, lanza una rápida mirada alrededor. Nada, allí tampoco está. Consulta el cartel horario y se derrumba en el asiento con un gemido. No va a pasar ningún otro autobús hasta mañana. Desesperada, se levanta y da una vuelta alrededor de la parada. Por detrás de ésta distingue un pequeño sendero de tierra, en el que ve brillar algo. Se acerca un poco y afina la vista para distinguirlo mejor. En ese instante, lo reconoce. Lo que brilla bajo la luz de una farola es el broche de su maletín. Esperanzada, corre tan rápido como puede hasta allí. Está cubierto de polvo y con algunos enseres desparramados por el suelo. Los recoge y vuelve a la parada con el maletín entre los brazos, sollozando. Se sienta y rebusca nerviosamente en su interior; al final, opta por vaciar su contenido en el suelo en un gesto desesperado. Están todos sus objetos personales: la pluma, la calculadora, la agenda electrónica, el pequeño neceser, pero no encuentra lo que busca. Lanza un grito histérico y se desploma sobre el maletín.

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